Es bien cierto que cada
hombre lleva escrita en
su mirada noticia exacta de
su rango dentro de
la inmensa escala de la
humanidad, y siempre
estamos aprendiendo a leerla.
Ralph Waldo EMERSON,
La conducta de la vida
¿La desigualdad y la posición
que ocupamos en la sociedad nos afectan tanto como sugieren los datos del
capítulo anterior? Antes de explorar –en los nueve capítulos siguientes– las
relaciones entre la desigualdad y una amplia gama de problemas sociales,
incluidos los de nuestro Índice de Problemas Sociales y de Salud, queremos
exponer las razones por las que los seres humanos somos tan sensibles
a la desigualdad. La desigualdad forma parte de las complejas estructuras
sociales, y la explicación de sus consecuencias pasa por mostrar cómo afectan
estas estructuras sociales a las personas. Son los individuos –y no las
sociedades– los que tienen mala salud, son violentos o tienen hijos en la
adolescencia. Aunque los individuos no tienen una distribución de la renta, sí
tienen una renta relativa, un estatus o una posición en la sociedad. De manera
que en este capítulo veremos que nuestra sensibilidad individual hacia el
conjunto social es una de las razones por las que vivir en sociedades muy
desiguales tiene tantas consecuencias. Para entender
por qué somos tan vulnerables a la desigualdad es
necesario examinaralgunos de nuestros rasgos psicológicos comunes. Demasiado a
menudo, cuando hablamos o escribimos sobre estas
cuestiones, la gente malinterpreta nuestra intención. No estamos afirmando que el
problema sea una cuestión de psicología individual, o que lo
que debería cambiarse, en lugar del grado de desigualdad, sea la
percepción de la gente sobre este asunto. La solución a los problemas que
causa la desigualdad no es hacer una terapia colectiva para que las
personas sean menos sensibles ante ellos. La mejor manera de combatir los
perjuicios causados por los altos niveles de desigualdad es reducir
la desigualdad. En lugar de diluir ansiolíticos en el agua corriente o
aplicar terapias colectivas, la realidad impone una opción más interesante: si
reducimos los índices de desigualdad, aumentarán el bienestar y la
calidad de vida de todos nosotros. A pesar de esa sensación tan común de
que el deterioro del bienestar social y de la calidad de las
relaciones humanas resulta inevitable e imparable, debemos asumir que la situación es,
por el contrario, reversible. Sólo el hecho de comprender los
efectos negativos que la desigualdad ejerce sobre toda la sociedad ya pone en
nuestras manos un instrumento valiosísimo para mejorar el
bienestar general.
Los poderosos mecanismos que hacen a las personas
vulnerables ante la desigualdad no pueden entenderse únicamente en
términos de estructura social obviando la psicología individual. Ni
viceversa. Por el contrario,
la psicología individual y la desigualdad social
están íntimamente relacionadas. No haber valorado adecuadamente
esta relación es una de las razones por las que se ha tardado más en
comprender los efectos negativos de la desigualdad para el conjunto
social.
EL AUMENTO DE LA ANSIEDAD
Dado el nivel sin precedentes de confort y de
comodidad material de las sociedades modernas, parecería sensato
mostrarse escéptico ante lo que parece una obsesión generalizada por el
estrés, como si la vida sólo
fuese soportable a duras penas. Sin embargo, Jean
Twenge, psicóloga de la Universidad Estatal de San Diego, ha
reunido datos que demuestran que sufrimos mucha más ansiedad que en otras
épocas. Tras revisar
un gran número de estudios sobre niveles de
ansiedad en la población realizados en momentos diferentes, Twenge desveló
una serie de tendencias muy claras.
Twenge encontró 269 estudios comparables en
términos generales que medían los niveles de ansiedad en Estados
Unidos en distintos momentos entre 1952 y 1993.11 En conjunto, los sondeos
evaluaban un total de 52.000 individuos y ponían de manifiesto
una tendencia al alza durante este periodo de cuarenta años. Sus
resultados para hombres y mujeres se muestran en el gráfico 3.1. Cada punto
en el gráfico muestra el nivel medio de ansiedad hallado en un estudio
y el año en que fue realizado. La tendencia al alza, patente en gran
número de los estudios, es inconfundible. Ya fuese en estudiantes
universitarios o en niños, Twenge encontró el mismo patrón: al final del periodo el
universitario medio sufría más ansiedad que el 85% de la población al
principio del periodo y, lo que aún resulta más llamativo, a finales de
la década de 1980 el niño estadounidense medio era más ansioso que los
pacientes psiquiátricos infantiles de la década de 1950.
Estos datos se obtuvieron aplicando medidores
estándares de ansiedad a muestras de población. El argumento de que en
la actualidad somos más conscientes de la ansiedad no es suficiente
como explicación. Esta tendencia al alza también encaja con lo que se ha
producido en enfermedades relacionadas con la ansiedad, como la depresión.
La depresión y la ansiedad están íntimamente conectadas: las
personas que sufren de una suelen padecer también la otra, y los
psiquiatras muy frecuentemente tratan ambas de forma similar. En la actualidad
existe un gran número de estudios que muestran un aumento
sustancial de las tasas de depresión en los países desarrollados. En algunos
de estos estudios se observan los cambios ocurridos en la última mitad
del siglo xx, comparando la experiencia de una generación con otra, sin
caer en la trampa de considerar que tener más conciencia de lo que
significa la depresión puede conducir a que haya más casos documentados.12 Otros estudios comparan las tasas en muestras de individuos
representativos de la población y nacidos en distintos años. En Gran Bretaña, por
ejemplo, el estudio de unas diez mil personas veinteañeras nacidas en
1970 mostró que la depresión era dos veces más común que en otro
estudio realizado entre personas, también veinteañeras, nacidas en 1958.13
Los estudios concluyen que la población de muchos
países desarrollados ha experimentado un aumento sustancial en los
índices de ansiedad y depresión. Entre los adolescentes, este
fenómeno se acompaña de un aumento de los problemas de conducta, como
la delincuencia y el consumo de alcohol y de drogas.12, 14 Hay que decir que, en estos
estudios, se evaluaban hombres y mujeres de todas las
clases sociales y de tipología familiar diversa.13
Es importante comprender en qué consiste este
incremento de los niveles de ansiedad antes de poner de manifiesto
su relación con la desigualdad. Sin embargo, no estamos sugiriendo que este
incremento se deba a un aumento previo de la desigualdad. Esa
posibilidad puede descartarse porque el aumento en los niveles de
ansiedad y depresión parece empezar mucho antes que el crecimiento de
la desigualdad, fenómeno que en muchos países se produjo en el último
cuarto del siglo XX. (Es posible, no obstante, que las tendencias al alza
de la ansiedad y la depresión en las décadas de 1970 y 1990 se viesen
agravadas por el incremento de los niveles de desigualdad.)
AUTOESTIMA E INSEGURIDAD SOCIAL
Tras estas tendencias ascendentes de las
patologías psicológicas subyace un factor clave, que en principio se identificó
como un aumento de la autoestima. Cuando se comparan en el tiempo, de
manera muy similar
a como se muestran las tendencias de la ansiedad
en el gráfico 3.1, las medidas estándares de la autoestima también
desarrollan una tendencia claramente alcista a largo plazo. Parece como si,
con el paso del tiempo, y a pesar del aumento de los niveles
de ansiedad, los individuos también adquiriesen una visión más positiva de su
propia personalidad. Por ejemplo, mostraban mayor tendencia a afirmar
que se sentían orgullosos de sí mismos; también a estar
de acuerdo con afirmaciones del tipo “soy una persona de valía”, y parecían
haber dejado
de lado dudas y sentimientos de que eran “inútiles”
o “nada positivos”. Twenge afirma que en la década de 1950 sólo el
12% de los adolescentes estaba de acuerdo con la afirmación “soy una
persona importante”, pero a finales de la década de 1980
esta proporción había ascendido hasta el 80%. ¿Qué había ocurrido? Que la gente se hubiese
vuelto más segura de sí misma no parecía coherente con el hecho de que
también estaba más ansiosa y deprimida. La respuesta dibuja una
situación de creciente ansiedad provocada por una excesiva preocupación
por cómo nos ven los demás y qué piensan de nosotros; se genera
así una reacción de refuerzo de nuestra propia seguridad, como medio
precisamente de combatir nuestras debilidades. Esta actitud defensiva
implica una suerte de egocentrismo que, aunque es fruto de la
inseguridad, se confunde fácilmente con la autoestima. Parece que estemos ante una
serie de problemas difíciles de identificar, sobre todo si hablamos
de tendencias generales de sociedades en su conjunto. Pero detengámonos
un instante en los datos acumulados desde que, en 1980, se produjo
ese supuesto crecimiento de la autoestima. Estos datos son reveladores de
lo que realmente ha ocurrido.
Con los años, muchos investigadores que habían
centrado su trabajo sobre la autoestima en el estudio de las
diferencias individuales y en un momento concreto –en lugar de estudiar las
tendencias de la población
a lo largo del tiempo– empezaron a detectar dos
categorías de personas que obtenían puntuaciones muy altas. En
una de estas categorías, la autoestima alta iba asociada a valores
positivos tales como la felicidad, la confianza, la capacidad para
encajar las críticas, la facilidad para hacer amistades, etcétera. Pero, además de
estos valores positivos, las investigaciones evidenciaron que, con
bastante frecuencia, se manifestaba un segundo grupo de personas que
obtenían buenos resultados en los medidores de autoestima. Eran individuos
que mostraban
tendencia a la violencia y al racismo,
insensibles a las necesidades de los demás y con malas relaciones personales.
La tarea se centró entonces en desarrollar una
serie de test psicológicos que distinguieran entre personas con autoestima
saludable y aquellas con autoestima enfermiza. El grupo saludable
compartía un sentido de la confianza bien asentado, con una visión
razonablemente precisa de sus puntos fuertes en diferentes situaciones y
una capacidad para reconocer sus debilidades. El otro grupo mostraba una
actitud básicamente defensiva y una negación de sus debilidades, una
suerte de autoconvencimiento y un afán por ofrecer una visión positiva de sí
mismos frente a amenazas potenciales a su autoestima. Su
autoestima era –y es– por tanto, frágil, y eso hace que reaccione muy
mal ante las críticas. Las personas con una autoestima alta, pero insegura,
tienden a ser insensibles en lo que respecta a los demás y, por el
contrario, muestran una preocupación excesiva por sí mismas, por el éxito
personal y por su imagen y su apariencia ante los demás. Esta
autoestima enfermiza a
menudo recibe el nombre de “egocentrismo
amenazado”, “autoestima insegura” o “narcisismo”. Durante el corto
periodo de tiempo del que se dispone de datos para comparar tendencias en
el narcisismo sin que se confundan con las de la autoestima real,
Twenge ha mostrado un aumento del primero. Encontró que, en 2006,
dos erceras partes de los universitarios estadounidenses superaban
la media de los índices de narcisismo en 1982. En la actualidad es un
hecho comúnmente aceptado que, lejos de haber aumentado la
autoestima genuina, lo que se ha producido es un aumento del narcisismo
inseguro, en especial entre los jóvenes.
Sabemos, pues, que no es cierto que la autoestima
haya crecido paralelamente a los niveles de ansiedad. A estas alturas parece
claro que el incremento de la ansiedad ha venido acompañado
de un narcisismo al alza, y que ambos tienen raíces comunes. Los
dos están causados por un aumento de lo que ha dado en llamarse “amenaza
social evaluativa”. En la actualidad existen indicadores
fiables de las principales fuentes de estrés en las sociedades modernas.
Vivir con niveles altos de estrés es algo que se reconoce como
dañino para la salud; los investigadores han dedicado mucho tiempo a tratar
de comprender cómo responde el cuerpo al estrés y también a
averiguar cuáles son las principales fuentes de estrés en la sociedad.
Una gran parte de las
investigaciones se ha centrado en una hormona
llamada cortisol, que puede medirse fácilmente en la saliva y en la
sangre. El cerebro es el encargado de liberarla y sirve para prepararnos
fisiológicamente ante posibles amenazas y situaciones de emergencia. En
los laboratorios se han realizado numerosos experimentos para
medir los niveles de cortisol en la saliva mientras las personas
voluntarias que se sometían a este experimento eran expuestas a alguna
situación o actividad supuestamente estresante. Experimentos distintos han empleado
diferentes estímulos estresantes: algunos han pedido a los
voluntarios que resolvieran una serie de problemas matemáticos –en ocasiones
en público, para después comparar los resultados con los de
los demás–; otros
los han expuesto a sonidos fuertes o les han
pedido que relataran por escrito alguna experiencia desagradable, o los
han filmado mientras llevaban a cabo una tarea. Puesto que en estos
experimentos se han empleado diferentes estímulos estresantes, Sally
Dickerson y Margaret Kemeny, psicólogas de la Universidad de
California en Los Ángeles, llegaron a la conclusión de que podían usar los
resultados para evaluar qué tipo de estímulos eran más efectivos para
aumentar los niveles de cortisol en una persona.16
Dickerson y Kemeny recopilaron los resultados de
208 informes, ya publicados, de experimentos en los que se habían
medido los niveles de cortisol en personas expuestas a un
desencadenante de estrés experimental. Clasificaron los diferentes desencadenantes
empleados y descubrieron que “las tareas que incluían una amenaza socioevaluativa –a la autoestima o al estatus social–, en las que
otros podían juzgar negativamente el rendimiento del sujeto –en especial cuando ese
rendimiento era incontrolable para el propio sujeto–,
provocaban unas alteraciones de cortisol mayores y más fiables que los
estímulos que no llevaban aparejado ese tipo de amenazas”. De hecho,
sugerían que “los seres humanos manifiestan un impulso natural a preservar su
identidad social y están alerta ante posibles amenazas a su estima social
y a su estatus”. Las amenazas socioevaluativas eran las que con más
fiabilidad provocaban una pérdida de autoestima en la persona objeto
del experimento, sobre todo si esas amenazas implicaban la posibilidad
de una comparación social negativa, como sacar peor puntuación que
otro, o que su actuación fuese grabada, haciendo posible un examen
posterior. Las respuestas de mayor elevación de los índices de cortisol
aparecían cuando se combinaba una amenaza socioevaluativa con una tarea en la
que el participante no podía evitar su fracaso, por ejemplo porque la
tarea era imposible o porque no disponía de tiempo suficiente para
realizarla, o simplemente porque se le decía que lo estaba haciendo mal,
independientemente de si era verdad o no. El descubrimiento de que las amenazas
socioevaluativas son los estímulos estresantes que más nos afectan encaja bien con
los datos que hablan de un aumento de la ansiedad acompañada de
una defensa narcisista, de una imagen insegura de uno mismo. Como afirman
Dickerson y Kemeny, el “ser social” que tratamos de
defender “es un reflejo de nuestra estima y de nuestro estatus, y se basa
en gran medida en la percepción que los demás tienen de nuestra valía”.
Otra línea completamente distinta de
investigación sobre la salud corrobora y completa este panorama. Uno de los avances
recientes más importantes es el reconocimiento del estrés psicológico como
un factor determinante para la salud en los países ricos.
En el capítulo VI explicaremos con qué frecuencia afecta el estrés prolongado a
nuestro cuerpo, influyendo en muchos sistemas fisiológicos, entre
ellos el inmune y el cardiovascular. Pero lo que nos importa en este capítulo es que
las fuentes de estrés más poderosas, que afectan a la salud, pertenecen a tres situaciones sociales bien claras: estatus social bajo, falta
de amigos y estrés en las primeras etapas de la vida. Las tres han
demostrado, en numerosos estudios fiables, que son extraordinariamente perjudiciales para la salud y acortan la longevidad.
La interpretación más plausible, con mucho, de
por qué estos factores son los principales indicadores de estrés en las
sociedades modernas es que afectan, o reflejan, el grado de
gratificación que nos produce o no nuestra relación con los demás. Las
inseguridades cuyo origen está en situaciones de estrés tempranas guardan
ciertas similitudes con las que causa el tener un estatus social bajo, y
las dos pueden exacerbarse mutuamente. La amistad ejerce un efecto protector,
porque en compañía de amigos nos sentimos más a gusto y más
seguros. Los amigos pueden hacer que nos sintamos apreciados, ya que
valoran nuestra compañía, disfrutan con nuestra conversación y,
en suma, les gustamos.
Si, por el contrario, carecemos de amigos y
sentimos que los demás nos evitan, entonces muy pocos somos lo
suficientemente fuertes como para no caer en la inseguridad, en el
convencimiento de que somos aburridos
y poco atractivos para los demás, que nos
consideran –o eso pensamos– estúpidos o socialmente ineptos.
ORGULLO, VERGÜENZA Y ESTATUS
El psicoanalista Alfred Adler dijo: “Ser humano
significa sentirse inferior”. Pero tal vez debería haber dicho que la condición
de ser humano significa un alto grado de vulnerabilidad, una
propensión difícilmente controlable a considerar que los demás nos
consideran inferiores. Nuestra indefensión ante esta clase de sentimientos
explica los efectos que tiene un estatus social alto o bajo en la
confianza en uno mismo. Nos importa, y mucho, cómo nos ven los demás. Por
supuesto, es posible pertenecer a la clase alta y ser, a la vez, una
persona insegura, o, por el contrario, pertenecer a una clase social baja y
tener plena confianza en uno mismo, pero, en general, cuanto más alto se
está en la escala social más parece ayudarnos el mundo a alejar la
sensación de inseguridad. Si, como generalmente ocurre, vemos la jerarquía
social como una especie de ránking de las capacidades de la especie
humana, entonces los signos externos de éxito o fracaso (trabajo,
ingresos, educación, vivienda, coche y ropa) son los que marcan las diferencias. Es difícil ignorar el estatus social porque
desempeña una función importante en la definición de nuestra valía y en la
consideración de los demás.
Tener éxito es prácticamente sinónimo de subir
peldaños en la escala social. Un estatus más alto tiene casi siempre
connotaciones de ser mejor en algo, superior al resto del entorno, más
próspero y más capaz. Si no
queremos sentirnos pequeños, incapaces,
despreciados o inferiores no es que sea esencial evitar la pertenencia a un
estatus social bajo, pero cuanto más arriba estemos en la escala social, más fácil
noss resultará sentirnos
orgullosos, dignos y seguros. Si es así, las
comparaciones sociales nos mostrarán desde un ángulo más positivo, ya se
trate de comparar nuestra riqueza, nuestra educación, el lugar de
residencia, las vacaciones o
cualquier otro indicador de éxito.
No sólo los publicistas juegan con nuestra
susceptibilidad ante las comparaciones sociales, sabedores de que tendemos a comprar
cosas que realcen nuestro modo de vida, sino que, como veremos en el
capítulo X, algunas
de las principales causas de violencia en
nuestras sociedades tienen que ver con el desprestigio, el desprecio o la
humillación social, razones por las cuales la proclividad a las reacciones
violentas es mayor en las sociedades más desiguales. Sin ser plenamente conscientes de
ello, cuando los publicistas juegan con nuestro miedo a ser
infravalorados, quizá estén contribuyendo a aumentar el nivel de violencia en
la sociedad.
Thomas Sheff, profesor emérito de Sociología en
la Universidad de California, Santa Bárbara, afirmó que la
vergüenza es la emoción social por excelencia.17 Coincidía casi exactamente con Dickenson y Kemeny
cuando descubrieron que los estímulos con mayor
probabilidad de aumentar los niveles hormonales de estrés eran “las
amenazas socioevaluativas”.
Con “vergüenza” Scheff designaba la gama de
emociones que tiene que ver con sentirse tonto, estúpido,
ridículo, distinto, incompetente, torpe, frágil, vulnerable e inseguro. La
vergüenza y su contrario, el orgullo, están enraizados en los procesos por
los cuales interiorizamos cómo imaginamos que nos ven los
demás. Scheff llamó a la vergüenza la emoción social por excelencia
porque ésta –y su contrario, el orgullo– proporciona una retroalimentación
socioevaluativa que nos permite vernos –o al menos eso creemos–
con los ojos de los
demás. El orgullo es el placer y la vergüenza el
dolor por medio de los cuales nos socializamos, de manera que, ya desde
niños, aprendemos a comportarnos de forma socialmente aceptable.
Claro que esto no termina
en la infancia: nuestro miedo a la vergüenza
continúa siendo la base de nuestra sumisión a las reglas sociales
durante toda nuestra vida.
Muchas personas, antes que infringir, aunque sea
levemente, cualquier norma socialmente aceptada, desearían que se las
tragase la tierra, tal es la vergüenza que semejante transgresión les
hace pasar.
Aunque el estudio de Dickerson y Kemeny demuestra
que la exposición a amenazas socioevaluativas es lo que más eleva
el nivel hormonal del estrés, eso no basta para determinar la
frecuencia con que los individuos experimentan esas fuentes de ansiedad.
¿Son parte de la vida diaria o resultan sólo ocasionales? Las investigaciones sobre la salud muestran que un estatus social bajo, la falta de
amigos y una infancia
difícil son los marcadores más importantes de
estrés psicosocial en las sociedades modernas. Helen Lewis, una
psicoanalista que ha estudiado las emociones relacionadas con la vergüenza,
afirma haber observado
frecuentes indicadores de vergüenza o incomodidad
en sus pacientes –tal vez algo parecido a lo que consideramos un
momento incómodo o de inseguridad– cada vez que éstos reían
azorados o manifestaban una
conducta dubitativa, al tiempo que su forma de
hablar sugería un ligero nerviosismo.
¿Por qué en el último medio siglo ha aumentado
tan drásticamente la ansiedad social, tal como revelan los estudios de
Twenge sobre el aumento de egos ansiosos, frágiles y narcisistas? ¿Por
qué la evaluación social es
percibida como una grave amenaza por los
individuos? Una explicación plausible puede estar en la desaparición de las
viejas formas de vida comunitaria. Antes una persona crecía,
generalmente, rodeada de un número limitado de otras personas que la conocían
y a las que conocía.
Aunque la movilidad geográfica no ha dejado de
aumentar durante varias generaciones, en el último medio siglo
esta progresión se ha acelerado.
Al comienzo de este periodo aún era normal que
los individuos –en zonas rurales y urbanas por igual– nunca
hubiesen viajado mucho más allá de los límites de su ciudad o de su
pueblo natal. Hermanos y hermanas, padres y abuelos tendían a seguir
viviendo cerca de los otros, y las comunidades estaban hechas de personas que
en su mayor parte se conocían de toda la vida. Pero ahora, cuando
es habitual que la gente abandone el lugar donde nació y creció, el
conocimiento de los vecinos suele ser superficial o inexistente. El sentido
de la identidad de los individuos estaba asimilado a la comunidad a la
que pertenecían, y esa identidad se asentaba sobre el conocimiento real
del prójimo; ahora se encuentra disperso en el anonimato de la sociedad
de masas. Las caras familiares han sido reemplazadas por un flujo
constante de extraños. Así se pone constantemente en cuestión quiénes
somos, es decir, nuestra propia identidad.
El problema se hace evidente incluso en la
dificultad que tenemos para distinguir entre el concepto de estima ajena –la que puedan o no tenernos los demás– y la autoestima. Nuestra
vulnerabilidad a la “amenaza
socioevaluativa”, unida a los datos que da Twenge
sobre al aumento en los niveles de ansiedad y narcisismo, sugiere que
–en comparación con modelos de sociedad anteriores– nos hemos vuelto
altamente inseguros,
obsesionados con la impresión que damos a los
demás, preocupados porque los demás puedan encontrarnos poco
atractivos, o aburridos, o estúpidos, o lo que sea, y que estamos tratando
de “promocionar” nuestra
imagen constantemente. Y en el núcleo de nuestras
interacciones con los demás está nuestra preocupación por los
juicios sociales y las evaluaciones que puedan hacernos: ¿cómo nos puntuarán?, ¿hemos
ofrecido una buena imagen? Esta vulnerabilidad forma parte
de la patología psicológica moderna y se halla directamente ligada al
consumismo.
Por otra parte, es bien sabido que estos
problemas se presentan con especial agudeza en los adolescentes. La
percepción que tienen de sí mismos es aún difusa y en el colegio tienen que
relacionarse con muchos individuos en su misma circunstancia. No resulta
sorprendente que, por tanto, la presión del grupo pase a ser tan determinante en su vida, ni que tantos de ellos estén insatisfechos con su
aspecto físico o terminen
por sucumbir a la depresión y a la autolesión.
LA DESIGUALDAD AUMENTA LA ANSIEDAD DE SER
SOCIALMENTE VALORADOS
Aunque el aumento de la ansiedad que provoca la
necesidad de ser valorados socialmente es anterior al aumento de la
desigualdad, no es difícil comprender cómo han podido influir en ellos el
alza de la desigualdad
y las diferencias de estatus social. Antes que
pertenecer a esferas distintas, lo que el estatus y la riqueza suponen para los
individuos –pasar de tener un trabajo sin cualificar y mal pagado a
disfrutar de éxito laboral,
dinero y protagonismo social– afecta no sólo a la
imagen que tienen de sí mismos, sino también a cómo los ven los
demás, incluidos la familia y los amigos. Nuestra necesidad de
sentirnos valorados y capaces hace que busquemos la aprobación de los demás y
que a menudo reaccionemos con ira ante las críticas más o
menos implícitas. El estatus social lleva aparejados potentes mensajes de
superioridad o inferioridad, y la movilidad social se suele ver como una señal
de aptitud. De hecho, en una entrevista de trabajo, cualquier
discriminación por edad,sexo, raza o religión está prohibida; por tanto,
es tarea del entrevistador seleccionar a los aspirantes única y
exclusivamente por su aptitud…,siempre que consiga, claro está, no dejarse
influir por cuestiones
de género, color de la piel, etcétera.
Cuanto más alto es el estatus social de una
persona, más influye la desigualdad en la ansiedad que le provoca ser
valorada. En lugar de aceptarnos mutuamente sobre la base de nuestra humanidad
común, como haríamos en un entorno más igualitario, la
posición social pasa a ser un rasgo fundamental de la identidad personal, y
entre extraños se convierte a menudo en el rasgo dominante. Como afirmó Ralph
Waldo Emerson, el filósofo estadounidense del siglo XIX: “Es bien cierto que, en la
inmensa escala de la humanidad, cada hombre lleva escrita
la indicación exacta de su rango en los ojos, y siempre estamos
aprendiendo a leerla”.19 De hecho, hay experimentos psicológicos que sugieren
que hacemos juicios sobre el estatus de una persona a los pocos
minutos de haberla conocido.
20 Así las cosas, no es de extrañar que las primeras
impresiones cuenten mucho, y que todos experimentemos ansiedad
ante la valoración social de los demás. Si las desigualdades crecen, de manera que
algunas personas parecen contar para casi todo y otras para casi nada,
entonces la valoración del lugar que ocupa cada uno adquiere mayor
relevancia. Una desigualdad mayor vendrá probablemente acompañada
de una mayor competencia por el estatus, y ésta, a su vez, de
una mayor ansiedad provocada por las expectativas ante la valoración
social. No se trata sólo de que cada vez nos preocupe más nuestra propia
condición, sino que
también atenderemos más al estatus social cuando
valoremos a los demás. Hay sondeos que indican que, a la hora de buscar
pareja, los individuos de los países con mayor desigualdad aplican
criterios tales como la
perspectivas económicas, el estatus social y la
ambición, en detrimento de las consideraciones románticas, que sí valoran
más los individuos de sociedades más igualitarias.21
EL AUTOBOMBO SUSTITUYE A LA AUTOCRÍTICA Y A LA
MODESTIA
Al comparar Japón con Estados Unidos, es decir,
el país más igualitario con uno de los menos igualitarios entre las
democracias de mercado ricas (ver gráfico 2.1), los estudios han
revelado un fuerte contraste entre ambos países respecto a cómo los individuos
se ven a sí mismos y se presentan ante los demás. Los japoneses siempre escogen una manera más modesta y autocrítica de presentarse a
sí mismos, que contrasta vivamente con el vanidoso autoensalzamiento al
que tienden tanto los estadounidenses. Mientras éstos suelen
atribuir frecuentemente sus éxitos individuales a sus propias cualidades
antes que a los factores externos, los japoneses hacen justo lo
contrario.22 Más de veinte estudios realizados en Japón han fracasado a la
hora de encontrar patrones similares a los de Estados Unidos. En Japón la
gente tiende a restar importancia a sus éxitos, como si fueran
consecuencia de la suerte antes que del buen juicio, mientras sugieren que
sus fracasos son, probablemente, atribuibles a su falta de capacidad. Este mismo
patrón de comportamiento se encontró también en Taiwán y
China. Para no perdernos en la terminología psicológica,
lo mejor será considerar
estos patrones como diferencias en las
prioridades de los individuos para mantener lazos sociales y construirse una
imagen de sí mismos. Puesto que la desigualdad estimula la competencia entre
diferentes estatus y
aumenta la amenaza socioevaluativa, se han
desarrollado estrategias de autobombo y autocomplacencia. La modestia suele
ser la primera víctima de la desigualdad: exteriormente, cuando nos
exponemos a la valoración
de los demás parece que nos endurecemos, pero
interiormente –tal como concluye la literatura científica sobre el
narcisismo– probablemente nos volvemos más vulnerables, menos capaces de
aceptar las críticas,
menos preparados para las relaciones sociales y
escasamente predispuestos a reconocer nuestros defectos.
Responda:
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